Cuando yo era un chaval, mi abuelo me regalo este billar. Nos pasábamos horas jugando, ¡menudas palizas me daba! Al final, después de tantas tardes de partidas interminables, empezamos a perder las bolas, pero como nos lo pasábamos tan bien acabó comprando uno algo más grande para la casa del pueblo.

Ahora vivo lejos y solo conservo este pequeño billar con un palo, dos bolas y una pata rota. Me encantaría poder completarlo y reparar las piezas para que sus nietos disfruten conmigo tanto o más de lo que yo disfruté con él.

Más historias aquí.